jueves, 22 de abril de 2010

Saber

"Hay quienes usan siempre la misma ropa, llevan amuletos, hacen promesas, imploran mirando al cielo, creen en supersticiones.

Otros siguen corriendo aun cuando les tiemblan las piernas, siguen aunque se queden sin aire, siguen luchando cuando todo parece perdido, siguen como si cada vez fuera la ultima vez, convencidos de que la vida misma es un desafío.

Sufren, pero no se quejan porque saben que el dolor pasa, el sudor se seca, el cansancio termina.

Pero hay algo que nunca desaparecerá: la satisfacción de haberlo logrado.

En sus cuerpos hay la misma cantidad de músculos, en sus venas corre la misma sangre.

Lo que los hace diferentes es su espíritu la determinación de alcanzar la cima, una cima a la que no se llega superando a los demás sino superándose a uno mismo..."



Hace un tiempo me compré un libro. Ese libro estaba sumamente escondido en la librería, detrás de grandes tomos de filosofía clásica y de "Aristoteladas" que me impedían encontrar algo de mi agrado. Era un libro pequeño, de unas cincuenta y siete páginas. Más parecía un ensayo que un libro. Ese libro era breve. Era tan sumamente breve e intenso que tardé tres meses en leerlo. Ese libro estaba escrito en oriente, y hace más de doscientos años (aunque lo que tenía en mi mano era una edición del 1998 traducida al castellano).


"Un gran general, llamado Nobunaga, había tomado la decisión de atacar al enemigo, a pesar de que sus tropas fueran ampliamente inferiores en número. Él estaba seguro de que vencerían, pero sus hombres no lo creían mucho. En el camino, Nobunaga se detuvo delante de un santuario Shinto. Declaró a sus guerreros:

-Voy a recogerme y a pedir la ayuda de los kamis.

Después lanzaré una moneda. Si sale cara venceremos, si sale cruz perderemos. Estamos en las manos del destino.

Después de haberse recogido unos instantes, Nobunaga, salió del templo y arrojó la moneda. Salió cara. La moral de las tropas se inflamó de golpe. Los guerreros creyeron firmemente que saldrían victoriosos, combatieron con una intrepidez tan extraordinaria que ganaron la batalla rápidamente.

Después de la victoria, el ayudante del general le dijo:

-Nadie puede cambiar el destino. Esta victoria inesperada es una prueba.

-¿Quién sabe? - respondió el general, al mismo tiempo que le enseñaba una moneda... trucada, que tenía cara en ambos lados."


Ese libro quedó guardado en mi memoria durante mucho tiempo. Sus letras, sus frases. Toda esa sabiduría que se ve en los ojos grises, ajenos a tiempo y espacio, de alguien que ha vivido mucho (más de la cuenta) en situaciones de las que otros seres humanos tan sólo han oído hablar.

Y sin embargo hoy las recuerdo. Recuerdo como todo ocurría en ambientes dulces, serenos, capaces de esclarecer tu mente si lo querías.


No. Los fragmentos de hoy no pertenecen a ese libro.
Sólo su mensaje. No la forma de manifestarlo.

¿Por qué?
Ese libro pasó demasiado tiempo en esa librería. Demasiado tiempo callado, en silencio.



Creo que está claro, ¿no?





I.D.

martes, 13 de abril de 2010




Continuamos, como un aliento exhalado por la Tierra.
Y en las huellas de nuestros pasos dejaremos escrito el nombre de cada enemigo al que eliminaremos, y cada vez que respiremos será por aquellos compañeros que calleron.

Porque al fin y al cabo, esto es la guerra.




I.D.

sábado, 3 de abril de 2010

Sueño y Realidad




Al principio, alevosía para con la naturaleza.
La noche fría te arropa, y el cuerpo baila al son del viento, que lo mece como una muñeca de trapo. Las flores se cierran hasta dormirse, cayendo en el sueño profundo de tus pasos sauves, descalzos sobre la hierba que sonríe al contacto con tu piel.

Más tarde, circunspección natural.
Tus pasos se vuelven pesados, tu cuerpo parece que se va convirtiendo en un frío metal inamovible, pero poco a poco. Aún el viento con fuerza te mueve, y tu sonrisa permanece estoicamente en tu rostro. Las flores dormidas no hacen gestos de verte, y la hierba cede ante tu peso, y deprimidas deciden no levantarse. La noche empieza a ser más fría, con más luz.

Por último, deslumbramiento.
Abres la puerta. Tus ojos se ciegan por la luz, y tus manos pesadas van a tu rostro para cubrirse. Ahora ves todo claro, justo cuando nada parece que este a tu favor. Ya no hay noche. El primer sol del amanecer se jacta de tu ridículo intento por ofuscarte y huír de la única realidad que este mundo te va a conceder. Las flores dormidas despiertan lentamente, y como en una pesadilla van cobrando unas formas estrambóticas y tétricas. Sin embargo, tu mente permanece inalterable. Tu cuerpo se ha parado, el viento ya no sopla contigo y el baile se ha detenido. Esa puerta ahora es el amanecer de un nuevo día, un nuevo reto en la realidad tan oscura que nos toca vivir hoy.



"Pero bueno, siempre nos quedaran esos momentos a la luz de la luna y con la música del viento..."




I.D.